Fragmentos

Realidades

Debía continuar haciendo lo mismo de siempre, pero solo. Nuestros paseos se convirtieron en mis paseos, nuestros cafés en mis cafés, la cesta de la compra se dividió por la mitad, nuestros amigos ahora sólo eran míos y nuestras risas… ya no existían, se las llevó todas con ella. Aún así continué adelante intentado vivir por los dos, dado que ella siempre estaba en mi pensamiento.

El caso es que aquella mañana en cuestión salí al balcón a regar un par de plantas que tenemos (tengo) allí. Volví a la cocina a llenar la regadera y cuando me disponía a salir de nuevo, sentado en el borde del marco de la puerta entre el salón y el balcón, había un gato de pelaje negro y al que le faltaba un ojo. Estaba lamiéndose una de las patas delanteras y me echó una mirada indiferente al verme, sin dejar de acicalarse en ningún momento.

Vivo en un primero y el balcón da a varios salientes y tejados por los que el gato pudo llegar con facilidad. Caminé hacia el balcón esperando que saliera espantado, pero continuó lamiéndose la pata mientras pasaba a su lado, despacio. Me miraba como si me conociese de toda la vida. Salí a la pequeña terraza y regué la gardenia mientras lo observaba. Dejó de lavarse y salió al balcón para sentarse al sol, mirándome. Cuando la regadera estuvo vacía de nuevo me giré hacia él, pestañeó el único ojo que tenía y el gesto se asemejó más a un guiño a modo de despedida, pues acto seguido saltó grácilmente hasta la barandilla, de ahí a un saliente de la pared y se alejó caminando por esos pocos centímetros de ladrillo en ese silencio sobrenatural que solo saben manejar los gatos.


Segunda piel

Transcripción de los archivos de audio del minidisc del caso M06-44252

Audio 1:

Llevo días dándole vueltas, desconcertado, ¡flipando! Sé lo que vi, seguro, y no puedo sacármelo de la cabeza, así que he decidido hacer este pequeño diario de audio digital con lo sucedido y con lo que vaya descubriendo.

A ver, vayamos al principio.

Hace unos cuantos días, concretando, el miércoles 14 de junio, estaba… perdón del 2006 (tengo que intentar adjuntar todos los detalles).

Como decía, estaba ese día en la biblioteca de la glorieta de Puerta de Toledo, la Pedro Salinas, estudiando para los exámenes. Eran cerca de las tres de la mañana. Hice un alto para despegar los ojos de las notas y me levanté de la mesa. Estaba en el piso de arriba y me apoyé en la barandilla, mirando a ninguna parte.

Vi entonces al bibliotecario en su mesa. También decidió descansar. Sacó de su bolsa una fiambrera y la abrió. No sé bien que contenía, parecía fruta troceada, yo qué sé. No había nada más con lo que entretenerme, por lo que continué mirando cómo se preparaba el picoteo, un cubierto, la bebida y un par de servilletas de papel.

Cuando lo tuvo todo listo cogió la fiambrera con las dos manos y se quedó mirándola fijamente, pensé que estaba rezando. Unos segundos después miró a ambos lados, como asegurándose que estaba solo, volvió a centrar la mirada en la comida y en un instante, en tan solo un segundo… joder, aún se me erizan los pelos cuando lo recuerdo. De su boca salió escupida una lengua alargada como la de los camaleones y los sapos, atrapó un trozo de comida y se lo llevó a la boca.

  [silencio de 10,06 segundos]

Sé que suena descabellado, muy descabellado, y hasta yo mismo dudé. El cansancio acumulado y el sueño pueden jugar malas pasadas, pero sé lo que vi. Estoy seguro, ahora sí.


Recuerdos

Mi padre siempre fue un hombre divertido, sonriente, práctico. Pero a veces las sonrisas se acaban, te las arrebata el destino más bien. Recuerdo de él muchas cosas buenas, días de sol y playa, juegos, canciones. A él leyendo, absorto en un rincón del sofá con los ojos encendidos de atracción por lo que contaban aquellas páginas sin dibujos, algo que no lograba entender. Recuerdo los paseos entre la hierba alta de la primavera, buscando bichos y llamándome con marcado asombro para que viese un nido de golondrinas en los bajos de un balcón. Recuerdos indelebles, sí, pero desmarcados en importancia por otros más potentes, los que para un niño de siete años llevan implícita la incomprensión de lo que está ocurriendo.

Uno de esos recuerdos, el primero a decir verdad, era el ver a mi padre hablando en susurros con mamá. Se habían dejado la puerta del dormitorio entreabierta, no podía oírlos pero si ver sus caras de preocupación mientras la televisión seguía encendida en el salón, emitiendo un canal de noticias donde parpadeaban incesantes, en color rojo, las palabras ÚLTIMA HORA.

Papá cogió la cara de mamá entre sus manos y fue algo que él dijo lo que la hizo llorar antes de abrazarse. Acto seguido, los dos comenzaron a sacar varias bolsas y mochilas y las llenaron de ropa, enseres personales, comida, agua…  No entendía nada, era como preparar una excursión o unas vacaciones, aunque sus caras eran unas máscaras tristes, un reflejo gris de sus verdaderos rostros. Cuando las bolsas estuvieron llenas, papá aún encontró hueco para meter un par de sus libros y alguno que otro de mis cuentos. Entonces nos llamaron a mi hermana y a mí al salón, enmudecieron la televisión y nos explicaron que debíamos irnos de viaje. Alma comenzó a llorar, quizás porque era cuatro años mayor y entendía algo más las cosas. Yo percibía sus preocupaciones pero no lograba entender el por qué de aquella escapada, una huida carente de sentido.


Reflejo de ti

Los primeros minutos caminaron en silencio. Las calles llenas de gente arropaban su intimidad con el anonimato, los colores oscuros de sus ropas iban a juego con los tonos que vestía la ciudad a aquellas horas del día. Patri se percató de que Des llevaba mucho tiempo sin sonreír.

―Para ser sábado por la noche estás muy seria. ¿En qué piensas?

Des pareció entonces centrarse en el lugar del mundo que ocupaba, y hallándose un poquito más lejos de sus pensamientos esbozó una leve mueca poco convincente.

―Nada importante. Pensaba en esos sueños de la cara, nada más. Me ralla que se repitan tanto y siempre tan exactos, no cambia nada en ellos.

Des le describió entonces como era aquella chica de piel clara, pelo rubio de media melena, la cual colgaba a ambos lados de su rostro cuando la veía, como siempre, sobre ella. Era como si se inclinase para mirarla. Su boca era una linea recta muy delgada, sin expresión. En cambio sus ojos tranquilos parecían abrazarla, envolverla en capas de calma. Eso sentía al mirarlos. No podía decir de qué color exacto eran por el halo blanquecino que lo cubría todo, un halo que se hacía más denso justo antes del final, como algo sólido, y tras aquello el gran vacío.

―¿Dirías que es guapa? ―preguntó Patri, a lo que Des rió.

Tranquila cariño, no tienes por qué ponerte celosa, sabes que no me van las rubias.

Llegaron a la calle donde se agrupaban los pubs y bares de moda. El ambiente cambió por completo, decenas de personas por todas partes dispuestas a disfrutar, a dejar la vida a un lado por unas horas para bailar hasta desfallecer, beber hasta emborracharse, gozar hasta vaciarse y muchos deseando volver a volar gracias a la magia de los estupefacientes. Todo era posible cuando te adentrabas en La Movida.

Patri y Des se abrieron paso entre la gente, saludando a la mayoría, ignorando al resto, meros compañeros de noche, de excesos, de euforia, nada más.

Eran días en que por todas partes sonaba Born in the USA de Springsteen, o el Jump de Van Hallen. Patri y Des eran algo más exquisitas con su música, preferían el pop nacional, pero cuando oyeron los acordes de aquel temazo de Mötley Crüe gritaron y entraron al garito dando saltos al ritmo de la música. Looks that kill tenía ese efecto sobre ellas con aquel estribillo: She´s got the looks that kill, that kill.


Otro más

Los acordes de “Hole in my soul” de Aerosmith, comenzaron a flotar en el tenso ambiente, como queriendo aplacar la expectación de los intrusos con una música distendida.

Entraron de forma tímida, llamado al señor Montibelo, quien no respondía. Al pisar la gruesa moqueta del salón se dieron cuenta que estaba empapada, y desde allí podían ver como del fondo del pasillo el agua continuaba brotando por la puerta del dormitorio. Entraron en la habitación, esta vez con más decisión, sin dejar de llamar al italiano. Todo estaba empapado. La gruesa alfombra que había a los pies de la cama casi parecía flotar. El edredón que llegaba hasta el suelo había absorbido una gran cantidad de líquido, y el agua seguía brotando por debajo de la puerta del cuarto de baño del dormitorio. Iván intentó abrirla pero estaba cerrada por dentro. Su figura enclenque forcejeaba con ella mientras decía sin darse cuenta:

―¡Oh Dios mío!, seguro que le ha pasado algo. A lo mejor está… ―sin terminar la frase se llevó una mano a la boca abierta y se volvió hacia el señor Blanc. El presagio de Iván parecía una de las opciones más sensatas para aquella situación, pues si la puerta estaba cerraba desde el interior, la inundación no podía deberse a un olvido.

―Aparte y déjeme ―gruño el señor Blanc, quien dio un paso atrás y dijo mientras levantaba su pierna derecha―, sólo a un estúpido se le ocurriría encerrarse en el baño viviendo solo.

Con una fuerte patada destrozó el pequeño pestillo y la puerta quedó abierta, dejando escapar un pequeño torrente que terminó por mojarle los pies hasta la altura de los tobillos. Entraron esperando ver a su vecino derrumbado en el suelo a causa de un ataque al corazón, o con la cabeza abierta contra el lavabo o la bañera tras haber resbalado. Incluso uno de los dos tuvo la fugaz idea de encontrarlo sumergido en la bañera con las venas cortadas, pero en ningún momento habían visto el menor rastro de sangre. También cabía la posibilidad de que aún estuviera con vida, pero inconsciente. Lo que era seguro, es que al señor Montibelo le había ocurrido alguna desgracia.

Cuando el señor Blanc y el portero entraron al amplio cuarto de baño, los dos se quedaron perplejos. No terminaban de asimilar lo que veían, había algo que fallaba.

El grifo de la bañera estaba abierto y gran cantidad de agua caía por sus bordes. El tapón se encontraba perfectamente colocado. La luz del baño seguía encendida, al igual que la lámpara de la mesita de noche del dormitorio. Un albornoz azul colgaba entre la bañera y el bidé, y un montoncito con ropa limpia y perfectamente doblada descansaba sobre el cesto de la colada. A la derecha, la tapa del inodoro estaba levantada y frente a éste, medio flotando en el suelo, había una revista abierta y reblandecida. En ella, la foto de Miss Septiembre ondulaba con suavidad en la superficie.

El señor Montibelo no estaba.


Aún la muerte puede morir

El esperado momento de la conjunción está a punto de ocurrir, unos pocos años para ellos, mortales; apenas un momento, hermano, en nuestras infinitas y lacónicas vidas.

Aun así, estoy harto de tanta espera. Cansado de ver que día a día aquel mundo sigue perteneciendo a una raza inferior que conseguirá perecerlo, pero sin horror ni gloria. Destruirán por dejadez y vagancia un mundo que es nuestro, ¡nos pertenece! Siempre ha sido así.

Maldigo y maldeciré mil veces el momento en el que confiamos en los Antiguos cuando nos dijeron que este nuestro reino nos sería devuelto. Nos arrebataron ese estúpido mundo en el que podríamos reinar como merecemos, como los dioses que somos. Los inferiores anhelan dioses reales pero se conforman pensando en la fe y adorando estatuas y grabados.

¡Yo!, nosotros, hermano, volveremos a ser esos dioses que ansían, y nos venerarán entonces con temor, bajo el yugo y la sangre, el dolor y la desesperación de haber encontrado nuestra verdad.

―¿Por qué crees que en esta ocasión funcionará?

―Porque estábamos equivocados por completo. Todo este tiempo buscábamos entrar con sagacidad en la mente de un humano que fuese capaz de abrir el portal de nuestro universo. Pero sabes que ha sido complicado. Nuestra sutileza oscura, nacida de la negra ponzoña de nuestras artes, enturbia y modifica la percepción de los escogidos. Los humanos no pueden sentir nuestra existencia y transcribirla a sus letras.

Nuestra presencia es horror para ellos y cuando comienzan a ser receptivos, a vislumbrar una pequeña parte de este otro lado, la espesa y retorcida energía que brota de nosotros altera sus sentidos cual veneno de astärjden, cambiando la percepción de su propio mundo al mezclar ambas realidades. Nos ven tal y como somos y nos abominan. Se vuelven locos, incapaces de continuar nuestras instrucciones subliminales.

Recuerda a Abdul Alhazred, a quien llamaban “el árabe loco”. Conseguimos que llevara el Necronomicón a su mundo, pero su demencia fue nuestro fracaso. Nadie dio por ciertas las verdades del libro que le narramos al oído entre las ruinas de Irem, puesto que las creían inventadas por el perturbado que sin duda veían en él. Ni tan siquiera nuestro acto final de despedazarlo en la plaza de Damasco consiguió darnos veracidad.

―Aquel acto se realizó en el momento menos apropiado, apenas hubo testigos.

―Cierto. Ya sabes que para una entidad que dura eones, concretar un momento exacto del tiempo de los mortales requiere mucha más destreza de la que algunos poseen, y por su descuido Lohg-Yegrat fue castigado como correspondía.

A pesar de todos los esfuerzos, nuestra obra acabó siendo un mero pasatiempo para los mortales.


Último deseo

A la mañana siguiente me fue imposible ocultárselo a Ángeles. En el fondo no quería que la oyera. Lo de la noche anterior le había afectado tanto que esto podría perjudicarla. Por otro lado, conseguí la grabación gracias a ella, por decirlo de algún modo, y quizás su punto de vista, menos viciado que el mío en aquel momento, arrojase algo de luz a las incógnitas que me rondaban. Así que decidí ponérsela. El sentido enigmático y desconocido de la frase, no pareció causar en ella el mismo efecto que en mí. Lo que le impresionó fue el hecho de reconocer La Voz. Sí, para mí se convirtió en algo tan importante que pasó a ser La Voz, con mayúsculas.

Era la misma voz que ella había escuchado dos noches atrás, la misma que le hizo estremecer. Pero curiosamente, en ningún momento se mostró alterada en lo más mínimo. Se comportó como si hubiese escuchado una más de mis grabaciones, una de tantas. Y ahora sé el por qué.

Durante todo el día le di vueltas a la frase, no pensaba en otra cosa. Se había convertido en una neurosis que aumentaba con el paso de las horas. ¡Y a mi mujer no parecía importarle! De no encontrarme tan absorto en La Voz, este hecho habría llamado mi atención. En cuanto oscureció volví a calzarme los auriculares y en el silencio del salón comencé a grabar de nuevo, embebido por ese segundo y medio de audio

Una vez tras otra accionaba el botón REC, paraba, escuchaba lo grabado y con una sola escucha me era suficiente. Generalmente siempre realizaba un minucioso análisis de todas las grabaciones, ya que donde aparentemente no se oye nada puede esconderse algo importante, y la perseverancia y exactitud en el análisis es algo esencial. Sólo que esta vez buscaba algo concreto, algo claro y potente. No podía entretenerme con minucias. Buscaba a La Voz.